jueves, 26 de julio de 2012

El espejo del recibidor

Sí, muchísimas gracias, me había maquillado, pero el espejo del recibidor reflejaba una cara pálida, fea... Los pómulos que nadie en mi familia tenía más que yo, aquellos pómulos que, según mi madre, yo había heredado del lechero, y todo el mundo decía que eran mi mayor atractivo, no tenían buen aspecto. «Yo no tenía buen aspecto.» Bajé del ferry a la rampa que llevaba a la terminal donde Bee estaría esperándome en su escarabajo Volkswagen de 1963 color verde. El aire olía a mar, a gases del motor del ferry, a almejas podridas y abetos. Así era exactamente como olía cuando yo tenía diez años. —Deberían embotellarlo, ¿no cree? —dijo un hombre detrás de mí.

¿Cómo? ¡Estás alucinando!

Debía de tener como mínimo ochenta años y vestía un traje de pana marrón. Parecía un profesor con las gruesas gafas de leer que le colgaban del cuello. Era guapo, como un osito de peluche No estaba segura de que me hubiera hablado a mí. —El olor —dijo guiñándome un ojo—. Deberían embotellarlo. Dije que sí con la cabeza. Sabía perfectamente a qué se refería y estaba de acuerdo con él. —Hace diez años que no vengo por aquí. Había olvidado lo mucho que lo echaba de menos. —Ah, ¿es usted forastera? —Sí —contesté—. Me quedaré todo el mes. —Bueno, bienvenida, pues —dijo—. ¿A quién viene a visitar, o viene en plan aventura? —A mi tía Bee. Se quedó con la boca abierta. —¿Bee Larson? —preguntó.

Esbocé una sonrisa

Como si hubiera otra Bee Larson en la isla. —Sí. ¿La conoce? —Claro —dijo, como si ese hecho fuera obvio—. Es mi vecina. Sonreí. Ya habíamos llegado a la terminal, pero yo no veía el coche de Bee por ninguna parte. —Sabe —prosiguió—, pensé que la conocía cuando la vi la primera vez, y yo... Ambos miramos en la misma dirección cuando oímos las explosiones y el Violetas de marzo Sarah Jio traqueteo inconfundibles del motor de un Volkswagen. Bee conduce excesivamente rápido para su edad, en honor a la verdad para cualquier edad. Se supone que a los ochenta y cinco años uno debiera temerle al acelerador o al menos respetarlo. Pero Bee, no. Patinó hasta detenerse a escasos centímetros de nuestros pies.

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