sábado, 28 de julio de 2012

La casa de Bee en Japón

Yo era incapaz de ver si las lilas estaban florecidas o si el rododendro era tan exuberante como lo recordaba, o si había la marea baja o alta. Pero, incluso en la oscuridad, el lugar me pareció efervescente y chispeante, como si el tiempo no hubiera transcurrido. —Hemos llegado —dijo Bee, y frenó con tal fuerza que tuve que sujetarme—. ¿Sabes lo que deberías hacer? Yo había anticipado sus exactas palabras : Deberías ir a mojarte los pies en el estrecho dijo, señalando la playa—. Te haría bien. Mañana contesté sonriendo—. Lo único que deseo esta noche es entrar y hundirme en un sofá. —Está bien, cariño —me dijo, arreglándome una mecha de pelo rubio detrás de la oreja. Te he echado mucho de menos.


También yo dije

Apreté su mano entre las mías. Saqué mi maleta del baúl y la seguí por el sendero de ladrillos que llevaba a la casa. Bee había vivido allí mucho tiempo antes de casarse con tío Bill. Sus padres habían muerto en un accidente de automóvil cuando ella estaba en la facultad, y, como era hija única, le dejaron una fortuna, con la cual efectuó una compra singular y significativa: la mansión Keystone, la antigua casona colonial de ocho habitaciones que había estado clausurada durante años y por la que pagó una suma astronómica. Desde 1940 los lugareños vivían discutiendo acerca de cuál había sido el acto más excéntrico de Bee: comprar aquella casa enorme o restaurarla por dentro y por fuera.

¡Todas las habitaciones para mí!

Gozaban de la vista del estrecho gracias a sus grandes ventanas a la francesa, de dos hojas, cuyas bisagras chirriaban en las noches de viento. Mi madre siempre decía que aquella casa era demasiado grande para una mujer sin hijos. Pero yo creo que estaba celosa, porque ella vivía en una casa estilo rancho californiano de tres dormitorios. La gran puerta principal crujió cuando Bee y yo entramos. —Ven —dijo—, encenderé la chimenea y después nos serviré una copa. La observé mientras acomodaba los leños en la chimenea. Pensé que debía ser yo y no ella quien lo hiciera. Pero me sentía demasiado cansada como para Violetas de marzo Sarah Jio moverme. Me dolían las piernas. Me dolía todo, y sabía que el coste de vida en Japon era caro.

Enlace de la información: Trabajar en el extranjero

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